A caballo regalado no se le mira el diente, así reza el refrán popular; sin embargo, si el regalo es una pareja de graciosos periquitos australianos, ¿les podemos ver los dientes? vanos serían los intentos, pues como dinosaurios sobrevivientes, ese es un dilema que poco nos ocuparía.
De tal manera, que en la jaula del patio, los nuevos inquilinos fueron alojados con menosprecio de quien se ocuparía de darles alpiste todas las mañanas, limpiar la jaula de las minúsculas cacas, servirles agua en su bandeja azul y colocar, de vez en cuando, periódico con alguna noticia poco relevante en la base de metal, para así defecar en los rostros de los políticos y bellas de pasarelas.
A poco, necesitaron de su ocote para hacer el nido y allí en la intimidad de cualquier hora del día, a la intemperie total, poner los huevos y comenzar con la primera camada: ella blanca, alba, limpia, impoluta; él azul en varios tonos con dominantes marinos y rey; la única distinción siempre es la belleza de los ojos, las hembras de casi todos los reinos animales los tienen relumbrantes, así del negro azabache como nocturno sin luna, heredaron a sus polluelos pinceladas en algunos blancos, otros azules, más no se mezclaron los colores para dar el Azul Cielo.
Pasado el tiempo las camadas se repitieron y dos se torno en muchedumbre. Unos tantos comenzaron ser regalo para otros niños, así como ellos lo fueron para mi hijo. No puedo precisar cuántos años puedan vivir, pero una tarde, dentro de su nido de amor, (pues se dice que los periquitos australianos suelen ser fieles siempre a sus parejas hasta la muerte) murió él. La pajarita enloquecida por la pérdida, guardó la entrada a su jaula ferozmente e impedía sacar el cuerpecito inerte. Hubo de atraparla para retenerla en otra jaula mientras se realizaron las limpiezas fúnebres. Y después de restablecido otro orden, regresarla a su jaula, en la ausencia azul.
De ese día a la fecha, vaciaba la bandeja del agua, tiraba el alpiste, mordía el papel periódico, cagaba dentro del agua cuando no la tiraba y decíamos que era una loca por amor. Todos los días era una micro-lucha, en contra de su deseo de muerte para unirse a su pareja. En la belleza de su albura, la mancha era en su alma alada, en su inconsciencia de vida animal: un luto invisible. Tal vez fueron más de dos años de esa triste despedida y lucha cotidiana. Pero esta tarde al fin voló al cielo de los amantes fieles, a unir su vuelo con aquel que relumbra con el Azul del Cielo. Él Azul celeste, ella convertida en luna pura, llena, alba.
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