miércoles, 26 de julio de 2017

Variaciones acerca de Aura, de Carlos Fuentes

Es verano, un viento húmedo se desliza en el ambiente, las hojas de algunos árboles caen mientras otras son arrastradas por el viento. He dejado casi todos mis libros en León y llego a Guadalajara con muy pocos, las exigencias de la Escuela Normal acuden con lo desdeñado. El maestro Portillo me pide que lea Cumpleaños, uno de esos que olvidé. Voy a la librería más cercana y salta de inmediato un ejemplar del El Mal del Tiempo, Volumen I, que compendia tres obras: Aura, Cumpleaños y Una familia lejana.[1] Abro las páginas del libro mientras espero mi camión. La noche cae. Leo Aura de Carlos Fuentes y el manejo de los personajes atrapa de inmediato al lector pasivo que soy detrás del libro. Lees ese anuncio: una oferta de esa naturaleza no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más.[2] Leo y releo Aura. Parece que la obra está destinada a atraparme.
Deslizo la mirada cautelosamente en la página dieciséis y una frase en francés me marca el alto. Mi francés de los lunes no funciona, jamás ha funcionado, ni en martes.
Avez vous fait des études?
Misteriosamente el eco de aquella frase es comprendido por los siglos que habitan dentro del inconsciente universal.
—Soy maestro de español, estudio en la Normal Superior…— respondo. La poca luminosidad me permite ver las facciones de aquella mujer. Un rayo que atraviesa el zaguán lleno de macetas me deja ver los sorprendentes ojos verdes de la anciana. Los cuales se tornan translucidos, perdidos en eras antiguas, solo la negra pupila es un referente en el presente, una duda alberga a mi corazón, ¿cómo serían en su juventud? Ella esboza una sonrisa, responde —Ah, oui, ça me fait plaisir, toujours, toujours, d´entendre... oui... vous savez... on était tellement habitué... et aprés…[3] El sonido, la gutural pronunciación, me fascina; no entiendo nada. Me place escucharla, como una vieja costumbre. Yo lo entiendo, es como algo que viene de otra época. Otra vez mi animalia universal me trae el sustrato lingüístico. Al animal que fáticamente logra la comunicación. La mirada, esencia de otrora interlocutora, es un soto cristalino, floto en el remanso sin agitar las aguas.
“Ofertas de esa naturaleza no se presentan todos los días.” El pago que ofrece la anciana por la traducción de unos viejos papeles de su esposo, es bueno, cuatro mil pesos en plata ley 0.720, tan solo por arreglar unos papeles añejos. Hoy el tipo de cambio está a 45 pesos la onza, y cada peso se aproxima a los 28 gramos. Tal vez en el Banco Nacional me los paguen a 40 y haría una extraordinaria fortuna. La historia no me importa, lo que a ella, la anciana, le es imperante, es que siga el estilo de un general del siglo XIX, ahora en pleno fin del siglo XX, con las nuevas tecnologías, eso es fácil de lograr. Hay una condición: me obliga a vivir en esta casa, parecida a las que he visto en viejas fotografías de la ciudad de México, si deseo ese pago. Tengo mis temores, pues en la Normal no debo faltar a clase. Las materias son importantes, Literatura mexicana contemporánea, es de la más complicadas. En ese instante ella llama a Aura. Algo me es incomodo, esa costumbre de hablar en francés.
El maestro Portillo me advierte que la lectura de Cumpleaños puede acarrearme alguna divergencia narrativa, no veo porque, aún no leo esa parte del libro. La luz, a pleno, inunda el aula de mi escuela, se acerca la hora de la clase y sigo sin leer  ni una página.
Puedo decir que la majestuosidad de la entrada de Aura en la narrativa del libro me hace imaginar inmerso en la penumbra del teatro, casi en total oscuridad, recibo una estridente explosión de colorido, todo se torna de un verde esmeralda. Aunque ella está allí, antes no estaba. Aura es joven, lozana, también con unos ojazos verdes maravillosos. No sé porqué imagino un teatro y no la secuencia de un filme. 
Ella ha dicho que Aura regresaría. ¿De dónde? ¡A mí que me importa! 
Es imponente, parece mayor a los veinte, pero es evidente que aún es una adolescente, tal vez dieciséis, detrás del verdor del ropaje intuyo una blancura lechosa de luna. La manera de ver, similar a la de la anciana acusan un parentesco.
—Es el señor Martínez, se quedará a vivir con nosotras— Quedo extasiado. La baba puede resbalar por la comisura de mis labios. Veo otra vez sus ojos verdes, cualquiera puede perder la cabeza por ellos. Respondo mecánicamente:
—Sí. Viviré con ustedes.
Se supone que ya no fumo. No dejé el cigarro por desidia. Rigoberto me pasa la cajetilla y todos en la cafetería almuerzan. Enciendo otro tafo. El humo se enreda en mis ojos y veo el reloj. Dos al hilo, vueltos humo azuloso. No he tocado mi lonche. El estomago dicta sentencias que la cabeza olvida, la sangre se agolpa y consume el hambre. Y pienso qué haré ahora atrapado en esta habitación. Subí las escaleras siguiendo a la muchacha. Apenas sus pasos tocan el suelo. Levitación, así se siente cuando te embelesas. En una ocasión vi una silueta deambulando por el Parque Hidalgo a las nueve de la noche, desde la ventana de mi coche la veo pasar. La frondosa cabellera, y la piel traslucida, aparición nocturna.
—Lo esperamos para cenar dentro de una hora— dijo y ya casi ha transcurrido. 
Repites el nombre de aquella visión: ¡Aura!, ¡Aura!, ¡Aura…! Si lo dices tres veces puede que aparezca. Y ella te espera detrás de la puerta de madera con cristales tallados a mano e incrustados como vitrales en la vieja puerta de la cocina. En la casa a oscuras, lleva un candelabro en la mano y recuerdas que la casa es antigua, sin luz eléctrica, o lo supones. Los maullidos de los gatos distraen tu atención y ella dice que en la casa hay ratones. Así que la sigo. Entro al comedor y ella sirve riñones guisados, me agrada. Ese olor repica en la lengua sabores de otras latitudes. En la copa, el vino rojo se desliza en la pared de cristal; llega a mi boca, exquisito. Como beber la propia sangre de la vid. La presencia de La joven alborota mis hormonas. Pregunto por su tía, la expresión de su rostro no responde nada, dice que me espera. Aunque es la primera o segunda vez, que la veo, Aura tiene ese aire de a quien ya has visto alguna vez. “Déjà  vu”, expreso.
Su sola presencia me incita a seguir leyendo. Ahora estoy en la habitación de la señora Consuelo que me entrega una atado de papeles amarillentos, atados por supuesto con un cordón amarillo. Aquella atadura corroída, parece mordida por dientes de ratón. Le advierto que hay ratones en la casa y necesita a los gatos. Ella se sorprende y me dice que cuáles gatos, no entro en discusión con la anciana, mejor me voy a mi cuarto. Llevo varios días perdido entre las líneas del libro. Entre las conversaciones con Aura y la traducción de aquellos papeles en francés, aun no sé cómo le hago para descifrar la clave. Pues de francés no sé nada. Y supongo que algo ha de significar. Tal vez en el futuro inventen algún aparto o máquina que traduzca de forma simultánea. Lo más tedioso es escribir en mi Olivetti, que cargo a todas partes. El repiqueteo de sus blanquecinas teclas molesta a doña Consuelo y Aura en sus breves apariciones, no me dirige la palabra. Algo dentro me dice que aquí las cosas no van bien. Si hubiera luz eléctrica. En el jardín detrás de la casa hay una arboleda que se antoja placentera, le pido a la señora que me dé la llave para entrar, pues considero que allí estaré más a gusto, — ¿cuál jardín?—, me responde, —sabes que lo perdimos— Esta señora es extraña, habita entre animales y no se da cuenta, pero sabe del conejo blanco con esos rojos ojos intensos. Al cual acaricia metódicamente. La otra noche me despertó el ruido de varios gatos en celo sobre el tejado de mi cuarto. Orgiástico.
El maestro Portillo, me exige que para mañana le entregue el reporte de lectura de Cumpleaños, debo desvelarme esta noche o no tendré tiempo de terminarlo. Leo aferrado algunas de sus páginas y misteriosamente caigo otra vez en la página veintinueve. Estoy envuelto en un mareo incomprensible, y la señora consuelo está frente a mí con esa túnica  azul. Acaricia otra vez al conejo, y me aclara que su nombre es Saga, Sabia. Creí que era conejo, no se distinguir todavía. En la soledad la tentación siempre es mayor. Un gélido vientecillo me arrastra, y un perfume muy fino me adormece. La mujer dentro de la túnica azul se torna firme, pareciera más joven. Pero no sé que pueda tentarme a esta magra carne, casi en la penumbra aparece la imagen de Aura y la veo limpia, elle avait quinze ans lorsque je l’ai conmue et, si j’ose le dire, ce sont ses yeux vert qui ont fait ma perdition, un golpe del tiempo me lleva a Consuelo en sus quince años. Me ata a sus ojos verdes, cuando el General se la llevó a vivir a París en 1867, ma jeune poupée aux yeux verts; je t’ai comblée d’amor, mi muñequita de ojos verdes, que me hace temblar de amor. Siempre extraña Consuelo. Como aquel día en que la encontró martirizando a un gato entre sus piernas y sin comprenderla, pues le pareció estúpido, J’ai même supporté ta baine des chats, moi qu’ aimais tellement les jolies bêtes…  creyó que lo hacía infantilmente por capricho, tu faisais ça d'une façon si innocent, par pur enfantillage, y verla con las piernas descubiertas era excitante. Un deseo carnal a mordisquear aquellos muslos jóvenes, tersos, que triunfan en el pubis, enmarañado. Y de noche introducirse en el vértigo de su vagina.
Rigoberto, se comió mi lonche de lomo. Otro cigarro y la máquina Olivetti, cacarea su canto de teclas blanquecinas. Dice que en la sala de medios nos pueden prestar una computadora, pero para qué, prefiero hacerlo a la antigüita. “Te advierto que antes de las doce tendrás que haber terminado el ensayo”, dice y se aleja mientras el papel amarillo me perturba, estos folios que me diera Consuelo, me arrebatan el sueño. La escritura añeja en francés es muy parecida a mi cursiva, pero en español.
Hiperbólica, pasión hiperbólica, corro a la biblioteca y consulto esta palabra que exagera lo cotidiano. Así la amó aquella noche. Parce que tu m’avais dit que torturer les chats êtait ta maniére a toi de rendre notre amour, favorable, par un sacrifice symbolique… Consuelo que ahora tiene más de cien años. (Hago la suma: cumplirá ciento cuarenta y dos) La carne seca pegada a los huesos. Un amor que exige sacrificios, como el de aquel gato, entre las piernas, de la tarde anterior. Un sacrificio simbólico a cambio de nuestro amor. Cuando murió su esposo tenía cuarenta y nueve. Tu sais si bien t’babiller, ma douce Consuelo, toujours drapeé dans des velours verts, verts comme les yeux. Je pensé que tu seras toujours belle, même dans cent ans… con un vestido verde. Sabía ella que el sacrificio del amor la haría inmortal, y envuelta en aquel vestido de terciopelo, conservándose bella por siempre. Los brebajes que toma, la herbolaría de las macetas de zaguán, los gatos en las noches lujuriosas y aquella coneja blanca, el día que le dijo a Felipe: si, si, la he encarnado, puedo darle vida con mi vida, convocando a la juventud pidiendo que llegara a ella, Felipe expresa que el demonio también fue un ángel. Ve angustiado a Consuelo entre la vida y la locura. Ahora los folios corren peligro. Las hojas se desvanecen entre mis manos, casi no puedo tocarlas, al mínimo roce del viento se transforman en polvo.
Encerrado en mi cuarto caigo en un extraño sopor. Veo a Consuelo caminar por la casa, realizar macabros ritos y cuestiono cómo he llegado aquí. Esta no es la novela que me pidieron leer, pero al abrir el libro fui atrapado sin proponérmelo. Pienso que la vieja está loca. No puedo cobrar esa fortuna, es mejor que me vaya, que descienda por la escalera de caracol al zaguán y recorra esa pasadizo de macetas vetustas. Veo a la luz del día el rostro ajado de Consuelo, las encías ensangrentadas. Igual que Felipe pienso que está loca, Tu es si fière da ta  beaute; que me ferais- tu pas pour rester toujours jeune? ¿Estaría tan orgullosa de su belleza que deseó ser así eternamente? Añorando la juventud. Y es la razón por la que en esta casa vive Aura. Para perpetuar el deseo de Consuelo. Trato de llegar a la calle y en la cocina veo el vestido verde, Aura prepara la cena, veo sus manos elevadas al cielo y de una de ellas, el cuerpo de un cabrito pende, con un filoso hierro de carnicero, Aura rasga a lo largo en canal el flácido péndulo de carne, siento escalofríos, y ella me convida a regresar a mi habitación, regreso temeroso mis pasos y el perfume de Aura, fresco, me lleva de retorno.
Aura entra en tu habitación. Segura, firme cual sus piernas de luna, no te ve. Una línea de luz se filtra levemente hacia la habitación. Te escabulles lento, corres a oscuras por el pasillo e intentar huir. Una risa poderosa viene del cuarto de Consuelo que sentada en medio de la cama, acaricia su sexo y sonríe, con un ademán te llama. Vas acercándote con temor. La coneja de ojos rojos ya no está en la cama. Consuelo te acaricia con suavidad, no distingues sus manos ásperas, de forma increíble son tersas, sus labios descarnados besan tu pecho y te estremeces con ardor. Un fuego te consume pero el frío del lugar te congela la sangre, que entumece tu miembro. En una danza confundes el cuerpo desvalido de Consuelo con la carne firme y deliciosa de Aura.
Recorro ansioso la espalda blanca de Aura, deslizo todas las prendas con ternura, beso sus labios carnosos y simulo arrancarlos con pequeños mordiscos, ella mueve sus manos en todas direcciones de tu piel, estremecida, apresurada... recuerdas un eco lejano, una voz que no sabes desde donde viene: Te dije Felipe, que podía hacerla regresar. Quieres soltarla pero no puedes. Sigues recorriendo aquella carne jugosa, y al cabo de un rato, la penetras. Tu espada acerada rasga aquel impoluto sagrario. Y abres los ojos, tumbado en la cama sudoroso, ellas se han ido.
Tratas de reanudar la lectura de aquellos papeles amarillentos. Se han vuelto un fino polvo, sabes que tu liberación depende de la traducción del texto francés. Aquí hay un párrafo no terminado, unas fotos caen al suelo…
La maquinita Olivetti repica con sus blanquecinas teclas: sorda campana. A punto estoy de terminar. Recojo las hojas en blanco y entre ellas descubro las viejas fotografías, son las que estaban atadas al fajo de fojas amarillentas que me diera Consuelo, tal vez al tratar de huir me las traje sin notarlo. Observo una fotografía más, la que ha caído al piso boca abajo. Un letrero detrás llama poderosamente la atención, en una fina caligrafía cursiva un mensaje en francés: Fait pour notre dixiême anniversaire de marriage. Un escalofrío eriza los cabellos de la nuca. La letra es idéntica a la mía. Volteo temeroso el papel viejo y rugoso, abrazado a Consuelo, vestido con un viejo uniforme de la guerra de intervención, estoy tomado de su mano.


[1] Fuentes Carlos, El mal del tiempo, Volumen I, Aura, Cumpleaños, Una familia Lejana,Alfaguara, México 1994. 296 pp.
[2] Op. Cit. P. 13
[3] Op. Cit. P 16