Es verano, un
viento húmedo se desliza en el ambiente, las hojas de algunos árboles caen
mientras otras son arrastradas por el viento. He dejado casi todos mis libros
en León y llego a Guadalajara con muy pocos, las exigencias de la Escuela
Normal acuden con lo desdeñado. El maestro Portillo me pide que lea
Cumpleaños, uno de esos que olvidé. Voy a la librería más cercana y salta de
inmediato un ejemplar del El Mal del Tiempo, Volumen I, que compendia
tres obras:
Aura, Cumpleaños y Una familia lejana.[1] Abro las páginas
del libro mientras espero mi camión. La noche cae. Leo Aura de Carlos Fuentes y
el manejo de los personajes atrapa de inmediato al lector pasivo que soy detrás
del libro. Lees
ese anuncio: una oferta de esa naturaleza no se hace todos los días. Lees y
relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más.[2]
Leo y releo Aura. Parece que la obra está destinada a atraparme.
Deslizo la
mirada cautelosamente en la página dieciséis y una frase en francés me marca el
alto. Mi francés de los lunes no funciona, jamás ha funcionado, ni en martes.
—Avez vous fait des études?
Misteriosamente
el eco de aquella frase es comprendido por los siglos que habitan dentro del inconsciente
universal.
—Soy maestro
de español, estudio en la Normal Superior…— respondo. La poca luminosidad me
permite ver las facciones de aquella mujer. Un rayo que atraviesa el zaguán
lleno de macetas me deja ver los sorprendentes ojos verdes de la anciana. Los
cuales se tornan translucidos, perdidos en eras antiguas, solo la negra pupila
es un referente en el presente, una duda alberga a mi corazón, ¿cómo serían en
su juventud? Ella esboza una sonrisa, responde —Ah, oui, ça me fait plaisir, toujours,
toujours, d´entendre... oui... vous savez... on était tellement habitué... et
aprés…—[3] El sonido, la gutural pronunciación, me fascina; no
entiendo nada. Me place escucharla, como una vieja costumbre. Yo lo entiendo,
es como algo que viene de otra época. Otra vez mi animalia universal me trae el
sustrato lingüístico. Al animal que fáticamente logra la comunicación. La
mirada, esencia de otrora interlocutora, es un soto cristalino, floto en el
remanso sin agitar las aguas.
“Ofertas de
esa naturaleza no se presentan todos los días.” El pago que ofrece la anciana
por la traducción de unos viejos papeles de su esposo, es bueno, cuatro mil
pesos en plata ley 0.720, tan solo por arreglar unos papeles añejos. Hoy el
tipo de cambio está a 45 pesos la onza, y cada peso se aproxima a los 28 gramos.
Tal vez en el Banco Nacional me los paguen a 40 y haría una extraordinaria
fortuna. La historia no me importa, lo que a ella, la anciana, le es imperante,
es que siga el estilo de un general del siglo XIX, ahora en pleno fin del siglo
XX, con las nuevas tecnologías, eso es fácil de lograr. Hay una condición: me
obliga a vivir en esta casa, parecida a las que he visto en viejas fotografías
de la ciudad de México, si deseo ese pago. Tengo mis temores, pues en la Normal
no debo faltar a clase. Las materias son importantes, Literatura mexicana
contemporánea, es de la más complicadas. En ese instante ella llama a Aura.
Algo me es incomodo, esa costumbre de hablar en francés.
El maestro
Portillo me advierte que la lectura de Cumpleaños puede acarrearme alguna divergencia
narrativa, no veo porque, aún no leo esa parte del libro. La luz, a pleno,
inunda el aula de mi escuela, se acerca la hora de la clase y sigo sin
leer ni una página.
Puedo decir
que la majestuosidad de la entrada de Aura en la narrativa del libro me hace
imaginar inmerso en la penumbra del teatro, casi en total oscuridad, recibo una
estridente explosión de colorido, todo se torna de un verde esmeralda. Aunque
ella está allí, antes no estaba. Aura es joven, lozana, también con unos ojazos
verdes maravillosos. No sé porqué imagino un teatro y no la secuencia de un
filme.
Ella ha dicho que Aura regresaría. ¿De dónde? ¡A mí que me importa!
Es
imponente, parece mayor a los veinte, pero es evidente que aún es una
adolescente, tal vez dieciséis, detrás del verdor del ropaje intuyo una
blancura lechosa de luna. La manera de ver, similar a la de la anciana acusan
un parentesco.
—Es el señor
Martínez, se quedará a vivir con nosotras— Quedo extasiado. La baba puede
resbalar por la comisura de mis labios. Veo otra vez sus ojos verdes,
cualquiera puede perder la cabeza por ellos. Respondo mecánicamente:
—Sí. Viviré
con ustedes.
Se supone que
ya no fumo. No dejé el cigarro por desidia. Rigoberto me pasa la cajetilla y todos
en la cafetería almuerzan. Enciendo otro tafo. El humo se enreda en mis ojos y
veo el reloj. Dos al hilo, vueltos humo azuloso. No he tocado mi lonche. El
estomago dicta sentencias que la cabeza olvida, la sangre se agolpa y consume
el hambre. Y pienso qué haré ahora atrapado en esta habitación. Subí las
escaleras siguiendo a la muchacha. Apenas sus pasos tocan el suelo. Levitación,
así se siente cuando te embelesas. En una ocasión vi una silueta deambulando
por el Parque Hidalgo a las nueve de la noche, desde la ventana de mi coche la
veo pasar. La frondosa cabellera, y la piel traslucida, aparición nocturna.
—Lo esperamos
para cenar dentro de una hora— dijo y ya casi ha transcurrido.
Repites el
nombre de aquella visión: ¡Aura!, ¡Aura!, ¡Aura…! Si lo dices tres veces puede
que aparezca. Y ella te espera detrás de la puerta de madera con cristales
tallados a mano e incrustados como vitrales en la vieja puerta de la cocina. En
la casa a oscuras, lleva un candelabro en la mano y recuerdas que la casa es
antigua, sin luz eléctrica, o lo supones. Los maullidos de los gatos distraen
tu atención y ella dice que en la casa hay ratones. Así que la sigo. Entro al
comedor y ella sirve riñones guisados, me agrada. Ese olor repica en la lengua
sabores de otras latitudes. En la copa, el vino rojo se desliza en la pared de
cristal; llega a mi boca, exquisito. Como beber la propia sangre de la vid. La
presencia de La joven alborota mis hormonas. Pregunto por su tía, la expresión
de su rostro no responde nada, dice que me espera. Aunque es la primera o
segunda vez, que la veo, Aura tiene ese aire de a quien ya has visto alguna
vez. “Déjà vu”, expreso.
Su sola presencia
me incita a seguir leyendo. Ahora estoy en la habitación de la señora Consuelo
que me entrega una atado de papeles amarillentos, atados por supuesto con un
cordón amarillo. Aquella atadura corroída, parece mordida por dientes de ratón.
Le advierto que hay ratones en la casa y necesita a los gatos. Ella se
sorprende y me dice que cuáles gatos, no entro en discusión con la anciana,
mejor me voy a mi cuarto. Llevo varios días perdido entre las líneas del libro.
Entre las conversaciones con Aura y la traducción de aquellos papeles en
francés, aun no sé cómo le hago para descifrar la clave. Pues de francés no sé
nada. Y supongo que algo ha de significar. Tal vez en el futuro inventen algún
aparto o máquina que traduzca de forma simultánea. Lo más tedioso es escribir
en mi Olivetti, que cargo a todas partes. El repiqueteo de sus blanquecinas
teclas molesta a doña Consuelo y Aura en sus breves apariciones, no me dirige
la palabra. Algo dentro me dice que aquí las cosas no van bien. Si hubiera luz
eléctrica. En el jardín detrás de la casa hay una arboleda que se antoja
placentera, le pido a la señora que me dé la llave para entrar, pues considero
que allí estaré más a gusto, — ¿cuál jardín?—, me responde, —sabes que lo
perdimos— Esta señora es extraña, habita entre animales y no se da cuenta, pero
sabe del conejo blanco con esos rojos ojos intensos. Al cual acaricia
metódicamente. La otra noche me despertó el ruido de varios gatos en celo sobre
el tejado de mi cuarto. Orgiástico.
El maestro
Portillo, me exige que para mañana le entregue el reporte de lectura de Cumpleaños,
debo desvelarme esta noche o no tendré tiempo de terminarlo. Leo aferrado
algunas de sus páginas y misteriosamente caigo otra vez en la página veintinueve.
Estoy envuelto en un mareo incomprensible, y la señora consuelo está frente a
mí con esa túnica azul. Acaricia otra
vez al conejo, y me aclara que su nombre es Saga, Sabia. Creí que era conejo,
no se distinguir todavía. En la soledad la tentación siempre es mayor. Un
gélido vientecillo me arrastra, y un perfume muy fino me adormece. La mujer
dentro de la túnica azul se torna firme, pareciera más joven. Pero no sé que
pueda tentarme a esta magra carne, casi en la penumbra aparece la imagen de
Aura y la veo limpia, elle avait quinze ans lorsque je l’ai conmue et, si j’ose le
dire, ce sont ses yeux vert qui ont fait ma perdition, un golpe del tiempo me lleva a Consuelo en sus quince
años. Me ata a sus ojos verdes, cuando el General se la llevó a vivir a París
en 1867, ma jeune
poupée aux yeux verts; je t’ai comblée d’amor, mi muñequita de ojos
verdes, que me hace temblar de amor. Siempre extraña Consuelo. Como aquel día
en que la encontró martirizando a un gato entre sus piernas y sin comprenderla,
pues le pareció estúpido, J’ai même supporté ta baine des chats, moi qu’ aimais
tellement les jolies bêtes… creyó
que lo hacía infantilmente por capricho, tu faisais ça d'une façon si innocent, par pur enfantillage, y verla con
las piernas descubiertas era excitante. Un deseo carnal a mordisquear aquellos
muslos jóvenes, tersos, que triunfan en el pubis, enmarañado. Y de noche introducirse
en el vértigo de su vagina.
Rigoberto, se
comió mi lonche de lomo. Otro cigarro y la máquina Olivetti, cacarea su canto
de teclas blanquecinas. Dice que en la sala de medios nos pueden prestar una
computadora, pero para qué, prefiero hacerlo a la antigüita. “Te advierto que
antes de las doce tendrás que haber terminado el ensayo”, dice y se aleja
mientras el papel amarillo me perturba, estos folios que me diera Consuelo, me
arrebatan el sueño. La escritura añeja en francés es muy parecida a mi cursiva,
pero en español.
Hiperbólica,
pasión hiperbólica, corro a la biblioteca y consulto esta palabra que exagera
lo cotidiano. Así la amó aquella noche. Parce que tu m’avais dit que torturer les chats êtait ta
maniére a toi de rendre notre amour, favorable, par un sacrifice symbolique… Consuelo que ahora tiene más de cien años. (Hago la
suma: cumplirá ciento cuarenta y dos) La carne seca pegada a los huesos. Un
amor que exige sacrificios, como el de aquel gato, entre las piernas, de la tarde
anterior. Un sacrificio simbólico a cambio de nuestro amor. Cuando murió su
esposo tenía cuarenta y nueve. Tu sais si bien
t’babiller, ma douce Consuelo, toujours drapeé dans des velours verts, verts comme les yeux. Je pensé que tu seras
toujours belle, même dans cent ans… con un vestido verde. Sabía ella
que el sacrificio del amor la haría inmortal, y envuelta en aquel vestido de
terciopelo, conservándose bella por siempre. Los brebajes que toma, la
herbolaría de las macetas de zaguán, los gatos en las noches lujuriosas y
aquella coneja blanca, el día que le dijo a Felipe: si, si, la he encarnado,
puedo darle vida con mi vida, convocando a la juventud pidiendo que llegara a
ella, Felipe expresa que el demonio también fue un ángel. Ve angustiado a
Consuelo entre la vida y la locura. Ahora los folios corren peligro. Las hojas
se desvanecen entre mis manos, casi no puedo tocarlas, al mínimo roce del
viento se transforman en polvo.
Encerrado en
mi cuarto caigo en un extraño sopor. Veo a Consuelo caminar por la casa, realizar
macabros ritos y cuestiono cómo he llegado aquí. Esta no es la novela que me
pidieron leer, pero al abrir el libro fui atrapado sin proponérmelo. Pienso que
la vieja está loca. No puedo cobrar esa fortuna, es mejor que me vaya, que
descienda por la escalera de caracol al zaguán y recorra esa pasadizo de
macetas vetustas. Veo a la luz del día el rostro ajado de Consuelo, las encías
ensangrentadas. Igual que Felipe pienso que está loca, Tu es si fière da ta beaute; que me ferais- tu pas pour rester
toujours jeune? ¿Estaría tan orgullosa de su belleza que deseó ser así
eternamente? Añorando la juventud. Y es la razón por la que en esta casa vive
Aura. Para perpetuar el deseo de Consuelo. Trato de llegar a la calle y en la
cocina veo el vestido verde, Aura prepara la cena, veo sus manos elevadas al
cielo y de una de ellas, el cuerpo de un cabrito pende, con un filoso hierro de
carnicero, Aura rasga a lo largo en canal el flácido péndulo de carne, siento
escalofríos, y ella me convida a regresar a mi habitación, regreso temeroso mis
pasos y el perfume de Aura, fresco, me lleva de retorno.
Aura entra en
tu habitación. Segura, firme cual sus piernas de luna, no te ve. Una línea de
luz se filtra levemente hacia la habitación. Te escabulles lento, corres a
oscuras por el pasillo e intentar huir. Una risa poderosa viene del cuarto de
Consuelo que sentada en medio de la cama, acaricia su sexo y sonríe, con un
ademán te llama. Vas acercándote con temor. La coneja de ojos rojos ya no está
en la cama. Consuelo te acaricia con suavidad, no distingues sus manos ásperas,
de forma increíble son tersas, sus labios descarnados besan tu pecho y te
estremeces con ardor. Un fuego te consume pero el frío del lugar te congela la
sangre, que entumece tu miembro. En una danza confundes el cuerpo desvalido de
Consuelo con la carne firme y deliciosa de Aura.
Recorro
ansioso la espalda blanca de Aura, deslizo todas las prendas con ternura, beso
sus labios carnosos y simulo arrancarlos con pequeños mordiscos, ella mueve sus
manos en todas direcciones de tu piel, estremecida, apresurada... recuerdas un
eco lejano, una voz que no sabes desde donde viene: Te dije Felipe, que podía hacerla regresar. Quieres soltarla pero
no puedes. Sigues recorriendo aquella carne jugosa, y al cabo de un rato, la
penetras. Tu espada acerada rasga aquel impoluto sagrario. Y abres los ojos,
tumbado en la cama sudoroso, ellas se han ido.
Tratas de reanudar
la lectura de aquellos papeles amarillentos. Se han vuelto un fino polvo, sabes
que tu liberación depende de la traducción del texto francés. Aquí hay un
párrafo no terminado, unas fotos caen al suelo…
La maquinita
Olivetti repica con sus blanquecinas teclas: sorda campana. A punto estoy de
terminar. Recojo las hojas en blanco y entre ellas descubro las viejas
fotografías, son las que estaban atadas al fajo de fojas amarillentas que me
diera Consuelo, tal vez al tratar de huir me las traje sin notarlo. Observo una
fotografía más, la que ha caído al piso boca abajo. Un letrero detrás llama
poderosamente la atención, en una fina caligrafía cursiva un mensaje en
francés: Fait
pour notre dixiême anniversaire de marriage. Un escalofrío eriza los
cabellos de la nuca. La letra es idéntica a la mía. Volteo temeroso el papel
viejo y rugoso, abrazado a Consuelo, vestido con un viejo uniforme de la guerra
de intervención, estoy tomado de su mano.
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